Las mascarillas, ese antiséptico artificial, obligatorio y necesario que ha impersonalizado los rostros de siete mil millones de personas, costaban al inicio de la pandemia doce veces más que en la actualidad. Así, la evolución del mercado nos ha hecho usarlas con repetición y usura en aquellos primeros meses, y estrenándolas a cada rato en estos momentos. Durante el año 2020 llegamos a verlas en ocasiones sobadas y llenas de mugre, lo que añadía, a la ya de por sí complicada situación, un punto valleinclanesco. Y es que podemos asegurar que hemos vivido dentro de una tragedia griega bien salpimentada de esperpento.
Por suerte, todo pasa: los gestores públicos que se suben unos años al carro de la notoriedad, las insidiosas estadísticas diarias recordándonos que la muerte no descansa, el combate nacional de los partidos que siempre finaliza en sus ombligos, las pujas por hacerse con vacunas y los episodios de ricos viajando a otros países para inyectarse antes el suero milagroso. <<Lo nuestro es pasar>>, decía el poeta, y sin duda lo estamos haciendo, aunque la mochila de este pasado reciente todavía nos lastre.
Y si hay algo que echamos de menos, eso son las sonrisas de la gente. Taparnos nariz, boca, mofletes y barbilla deja a los rostros sin uno de sus principales atractivos: los labios, pues a ellos teníamos costumbre de mirar cuando alguien nos hablaba. Esta circunstancia ha debido de ser un suplicio añadido para los sordomudos, cuya exquisita habilidad les permite ver en bocas ajenas la acción de una estilográfica incesante. Por otro lado, los ojos nunca adquirieron tanta importancia como hasta ahora. <<Los ojos son el espejo del alma>>, reza la sabiduría popular, si bien quizás está sobrevalorada esa conexión. Ellos dicen sin decir, pero más que nada dan pie a frases tan ilustrativas como <<tener una mirada limpia>>. No hay nadie que carezca de ella cuando nacemos, por lo que doy por sentado que es la vida la que enturbia nuestro modo prístino de ver las cosas y a las demás personas. Menos mal que Antoine de Saint-Exupery nos enseñó que <<para ver claro, basta con cambiar la dirección de la mirada>>.
Con limpieza, transparencia, verdad; o sin ellas, soy de los que piensan que la percepción limitada de los rostros en caras semiocultas genera incomodidad, sobre todo cuando nos presentan a una persona que no habíamos visto nunca en un lugar donde debemos conservar la mascarilla puesta. Sentimos la estafa de conocer únicamente un esbozo de su físico facial, conformándonos con él hasta que un encuentro posterior (quizás en una terraza o en plena calle) lo descubra por completo. No imagino a La Gioconda con mascarilla, ni a Durero, ni a Lope, Góngora, Quevedo, la Marilyn de Warhol o a Françoise Gilot, mujer y musa de Picasso. El único con derecho a llevarla sería el año 2020, para ocultarlo en parte a nuestros recuerdos. Por suerte, las autoridades juegan más que nunca con las esperanzas de millones de sufridos ciudadanos y, día sí, día también, anuncian que el accesorio de moda está a punto de ser fulminado para siempre. Paciencia, pues si ya se marchó de las zonas al aire libre, lo hará también de los espacios cerrados. El tiempo, esa noria que todo lo arrastra, se encargará en última instancia de ello.