Caja de grillos

Siempre me ha parecido abusiva, insolente y de mal gusto la pregunta con la que Facebook asalta nuestra intimidad las veinticuatro horas del día: “¿Qué estás pensando?”. Resultaría mucho menos entrometido y, si me apuran, más educado, usar una expresión del tipo “¿Qué te apetece contar?”. Y ya, rizando el rizo de la educación y la cordialidad, en lugar de tutearnos decir “¿Qué le apetece contar?”, porque no existe ni la confianza suficiente ni el vínculo necesario para ese impropio tuteo.

Facebook es un tablón de anuncios indiscriminado donde cada cual expone lo que le apetece sin filtrar, a veces, ni la calidad ni la cantidad de las comunicaciones. Alguno cuenta que acaba de terminar una trilogía de novelas cuyo grosor supera la de El señor de los anillos, y otro deja una foto de sus calcetines sucios acompañada de sesuda reflexión sobre la imposibilidad de emparejar el cien por cien de los mismos al haber desaparecido de forma misteriosa varios de ellos. Alguna notifica que terminó una ardua investigación y por fin le han publicado el artículo soñado en determinada revista de prestigio internacional y otra exhibe sonrisa forzada junto a la última prenda de vestir.

¿Soy yo el único al que a menudo le da la sensación de que las nuevas tecnologías nos acercan (y eso está bien) pero al mismo tiempo nos enfangan llenándonos los espacios de mensajes inútiles y de ruido? Y puesto que sus algoritmos lo saben todo de nosotros, ¿no estaría bien que nos filtrasen los contenidos ajenos carentes de interés? Youtube afina bastante en este sentido y ajusta los vídeos que te muestra a tus gustos previos.

La mayor caja de grillos del planeta, ideada por Mark Zuckerberg, está concebida de tal modo que solo cuesta dos minutos dar de alta un nuevo perfil, pero una vez creado destruirlo se convierte en un verdadero calvario. En cierta ocasión habilité uno con el rostro del famoso y temido duque de Alba, azote de herejes cuando la religión obligaba a las naciones a enfrentarse porque todavía no existía el fútbol. Pues bien, ahí sigue en el ciberespacio recibiendo solicitudes de amistad de completos desconocidos, ignorándolos a todos desde su mirada congelada de hace cuatro siglos y medio. Imposible destruirlo. Y quiero pensar que el vencedor de tantas batallas ha ganado la última sin dar una orden ni disparar un mosquete. En el fondo resulta divertido contradecir a Einstein y a sus magníficas teorías físicas construidas con perfección durante el pasado siglo XX, pues en estos casos el perfil se crea pero ni se destruye ni se transforma, solamente permanece.