En mi viaje de recién casado fui de vacaciones a Lanzarote, isla tan volcánica como todas sus compañeras de archipiélago. Nos impresionó el Timanfaya con su imponente fisonomía negra de bestia dormida. Caminar por sus laderas es hacerlo sobre la cresta de un dragón mientras este echa la siesta. Ya en la llanura te deja sin aliento cruzar la isla por el lugar que la lava decidió ocupar en aquella larguísima erupción de 1730. Un paisaje lunar, marciano o saturniano, apocalíptico en cualquier caso, donde las rocas basálticas cubren desde el arcén de la carretera hasta el horizonte en todas direcciones. No hay árboles ni plantas, solo la dureza de la piedra oscura retorcida contra el cielo. Y mayor impacto provoca todavía visitar la <<Cueva de los Verdes>>, un túnel de varios kilómetros construido por la colada en su búsqueda desesperada para alcanzar el mar. Ahí dentro, en cavidades enormes por las que desfilan a diario grupos de treinta personas, te sientes pequeño y frágil, intimidado por las fuerzas ocultas de la naturaleza.
Los seres humanos apenas arañamos la superficie de la Tierra, y siempre tendremos la sensación de estar un poco a su merced, porque ¿qué pasaría si al salir un día a la calle el suelo de la acera ya no se encontrase ahí, y eso que Ortega llamaba <<creencia>> se nos desmoronase ante los ojos? Quizás lo que sucede es que damos por sentadas y seguras demasiadas cosas y el mundo físico resulta mucho más imprevisible de lo que nuestra razón desearía. Los antiguos vikingos ya lo tenían asumido. Por ello su mayor temor radicaba en que el cielo les cayese de pronto sobre las cabezas sin avisos ni preámbulos.
En la isla de La Palma se abrió hace mes y medio el suelo para dejar paso a la sangre hirviente que alberga en las entrañas y que destruye cuanto toca con sus lenguas a mil doscientos grados de temperatura. Ríos rojos ruedan royendo hasta las raíces entre ruidos retumbantes, que diría un observador tan preciso como cacofónico. Los altos frentes de fuego móviles semejan a una apisonadora incandescente y sin visos de fatiga. Evacuaciones, pantallas y espera; noticias, penachos de humo y microseísmos. Voluntarios, expertos, residentes, soldados y políticos, todos milagrosamente unidos contra la misma causa. Mas la experiencia y los cuentos tradicionales nos dicen que <<esto también pasará>>. Un día -esperemos que cercano- el monstruo dejará de rugir y saldrá el sol sin velos de ceniza, las carreteras volverán a ser transitables y los palmeros irán poco a poco cicatrizando las grandes heridas provocadas por tantísimas pérdidas materiales. Y quién sabe, quizás los recién casados elijan como destino turístico esta isla bonita y alegre. Allí, sentados en la fajana recién creada, disfrutarán del más bello de los atardeceres mientras se juran amor eterno por enésima vez. A sus espaldas alguien tan creativo y necesario como el que fuera artista lanzaroteño César Manrique grabará la escena en la memoria para, días después, transformarla en arte. Será señal de que la vida, hermosa, colorida y fértil ha superado las monocromías volcánicas una vez más.