En los primeros años del siglo XVII en España Margarita de Austria-Estiria, esposa de Felipe III, tuvo el coraje de enfrentarse a los dos hombres más poderosos del momento: el duque de Lerma y Rodrigo Calderón. El primero, encumbrado valido que aprovechó la candidez del monarca para sustraerle la voluntad gobernadora hasta el punto de llegar a firmar en su nombre, algo inaudito en cualquier otro tiempo o nación. El segundo, valido del valido, menos astuto pero más retorcido y siniestro, verdadera sanguijuela para un Estado. Estos adláteres gozaban sustituyéndole en sus funciones y organizando para él continuas cacerías y timbas de cartas. Frente a ellos, bastante más inteligente y audaz que su apocado marido, una reina joven que enseguida percibió el papel vergonzoso al que habían relegado al rey. Ella podría haber callado, sin más, pero ante las injusticias y los delitos el silencio nos hace cómplices. De ahí que Margarita pasara a la acción hablando alto y claro a su esposo en multitud de ocasiones, tratando de despertar en él un atisbo de dignidad o de orgullo que le llevasen a tomar las riendas del poder. Y el amor profundo que sentían el uno por el otro llegó a tambalearse cuando las discusiones subían de tono y el rey se negaba a afrontar la verdad. Pero la reina solo conseguía topar con el muro de la indiferencia del sumiso marido y con las sibilinas artimañas de sus ministros. Estos dieron en pergeñar estratagemas para aislarla y ningunearla, cambiando a las personas que la asistían e impidiéndole comunicarse con nadie para hablar sobre asuntos de gobierno. Porque hace cuatro siglos aún la mujer tenía un papel secundario en la vida social, y como principal cometido, sobre todo en esa alta posición, estaba el engendrar el mayor número de hijos posible. Ocho tuvo la primera mujer del reino en diez años, y por desgracia murió de sobreparto tras el último nacimiento, tal y como había presentido ella misma años atrás.
La época y también la fagocitación del poder por los hombres impidieron a Margarita, fina observadora, hacer aportaciones a este país de adopción (ella nació de Graz) al que se la trajo mediante uno de esos acuerdos matrimoniales en los que las mujeres, por desgracia, solo suponían una moneda de cambio, un cromo para conformar el equilibrio geopolítico de Europa. Ella, la reina valiente, denunció el despilfarro y la avaricia de quienes manejaban los hilos del reino, y no le dio tiempo a más. Murió con tan solo veintiséis años, sin llegar a cumplir sus deseos de renovación pero, eso sí, conseguida la misión primigenia por la que se estimaba a las mujeres de la realeza: alumbrar un heredero varón que llegase a la edad adulta, el futuro Felipe IV.